lunes, 2 de octubre de 2017

El mayor desastre



[FOTO PUBLICADA EN “EL INDEPENDIENTE”]. Haciendo buenos, por desgracia, los peores pronósticos, el mayor fracaso político de la España contemporánea, cuya consumación se preveía para el día de ayer, 1 de octubre de 2017, ha acabado derivando en el mayor desastre de la historia reciente. Un desastre que excede lo meramente político y que, a falta de que se lleven a cabo las investigaciones pertinentes, tiene un calado en todos los ámbitos –sociales, históricos, culturales y, sobre todo, humanos– de unas proporciones, ahora mismo, incuantificables.
Policía Nacional, Guardia Civil y Mossos d’Esquadra tenían que llevar a cabo una requisa de material necesario para la celebración del referéndum de autodeterminación de Cataluña (urnas, papeletas, ordenadores), y el cierre precintado de los locales seleccionados por el Govern de la Generalitat de Catalunya para la celebración de la consulta. La ejecución de dichas órdenes judiciales estaba destinada a impedir el referéndum. Lo que tenía que ser una mera incautación de materiales y cierre de locales, con vistas a impedir el acceso a los mismos de la población catalana convocada a las urnas, degeneró en una serie de asaltos ejecutados con la máxima brutalidad y ausencia total de miramientos. El resultado de tales acciones, perpetradas por Policía Nacional y Guardia Civil, arrojó un trágico balance de 844 heridos –893 según otras fuentes–, entre ellos 33 agentes de los cuerpos de seguridad. Según rumores no confirmados en el momento de escribir estas líneas, podría haber dos víctimas mortales, un hombre y una mujer, como consecuencia de sendos infartos de miocardio, si bien, insisto, esto sigue pendiente de confirmación.
El despliegue policial llevado a cabo sobre todo por Policía Nacional y Guardia Civil en el territorio de Cataluña dos semanas antes del referéndum no era, a priori, estrictamente necesario, o por lo menos, su necesidad y, en particular, su emergencia, no estaba del todo clara. De acuerdo que, según el criterio del Gobierno Español, este referéndum era ilegal e inconstitucional, como consecuencia de la suspensión cautelar por el Tribunal Constitucional de las leyes de convocatoria del mismo y de desconexión del Estado Español llevadas a cabo por el actual Govern catalán en dos sesiones en el Parlament de Catalunya plagadas de irregularidades que, de entrada, ponían seriamente en duda su validez. La pregunta era por qué tomarse tantas molestias para impedir una consulta que, tal y como estaba planteada, y viéndola desde un exclusivo punto de vista jurídico-legal, iba a ser invalidada, fuera cual fuese su resultado, por carecer del soporte legal adecuado. Tenía más sentido, pero tampoco acababa de justificar por completo tanto empeño en impedir su celebración, tanta prisa y tantos refuerzos policiales, la persecución de los ilícitos penales –sedición, desobediencia, prevaricación, malversación– que presuntamente rodean al mismo, y digo “presuntamente” porque ninguno de esos delitos ha sido todavía juzgado ni declarado como tal por sentencia.
Pero, una vez llegado el día del referéndum, desde primeras horas de la mañana y a lo largo de la práctica totalidad de la jornada, Policía Nacional y Guardia Civil irrumpieron con una virulencia inesperada en los locales destinados a la celebración de la consulta. Se rompieron puertas y cristales, se forzaron armarios, archivadores y mobiliario. Y, lo que es peor, se contuvo violentamente a las personas que desde bien temprano estaban haciendo cola para ejercer el voto, llegándose en los momentos álgidos a la utilización de la fuerza bruta. Golpes con las porras reglamentarias, disparos con balas de goma –prohibidas en todo el territorio catalán a raíz del tristemente célebre caso de Ester Quintana–, lanzamiento de gases lacrimógenos, incluso disparos al aire, arrojaron el mencionado saldo de heridos de diversa consideración, entre los cuales estaban personas de todas las edades. En el momento de escribir estas líneas no tengo noticia de que ninguna de esas acciones fuera llevada a cabo por Mossos d’Esquadra; es más, estos últimos tienen ahora mismo interpuestas varias denuncias por parte de la Guardia Civil, acusándoles de una actitud, dicen, excesivamente “pasiva” a la hora de cumplir las mismas órdenes que tenían ellos.
Está muy claro que, al menos en teoría, Policía Nacional y Guardia Civil –y, también, Mossos d’Esquadra, aunque sobre su actuación siga habiendo diversas dudas– no hacían nada más que cumplir órdenes de la autoridad judicial y del Fiscal General del Estado. Pero parece evidente, a juzgar por el resultado y ante los numerosos testimonios personales y gráficos existentes por parte, incluso, de observadores internacionales, que Policía Nacional y Guardia Civil se extralimitaron en sus funciones, incurriendo a su vez en la perpetración de presuntos delitos que no pueden ni deben justificarse en base al argumento del cumplimiento del deber.
Es evidente, asimismo, que las fuerzas de seguridad del estado están sometidas a unos protocolos de actuación en situaciones como las que se dieron ayer en toda Cataluña. Protocolos que “toleran”, entre comillas, la vulneración de derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos en beneficio de un bien común de interés general, tal y como es el mantenimiento del orden público y la seguridad ciudadana. Espinosa cuestión esta, que debe ser cuidadosamente ponderada por los tribunales de justicia y que se inspira en los principios de congruencia, oportunidad y proporcionalidad que contemplan la Constitución Española, la Ley 2/ 1986 de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, y la Instrucción 12/ 2007 de la Secretaría de Estado de Seguridad.
En cualquier caso, y a la espera de que se lleven a cabo las investigaciones oportunas destinadas a depurar responsabilidades, ninguno de esos principios pareció cumplirse ayer en las actuaciones de contención llevadas a cabo en Cataluña por Policía Nacional y Guardia Civil que acabaron con un saldo de heridos o lesionados. Se violó el principio de oportunidad, que es el que atañe a la necesidad de recurrir o no a la coacción física, de acuerdo con los datos conocidos sobre la situación y el sujeto o sujetos a contener. Se violó el principio de congruencia, por el cual la decisión del empleo de la fuerza por parte del agente, para que sea legítimo, tendrá que llevarse a cabo mediante el medio legal disponible más idóneo y que se adapte mejor a la situación a contener. Y se violó el principio de proporcionalidad, en virtud del cual la fuerza de contención a emplear no sobrepase nunca la estrictamente necesaria para conseguir el control de las situaciones o de las personas que lo requieran.
La necesidad de las acciones policiales de contención, registro, incautación y cierre precintado no encaja con el comportamiento general del colectivo de personas que estaban a cargo de las mesas y colegios electorales, ni con las que estaban aguardando turno para votar siguiendo el régimen de cola. Más si tenemos en cuenta que entre ellas se hallaban muchos infantes y personas de edad avanzada, las cuales bien poco peligro podían ofrecer al orden público y la seguridad ciudadana. Con independencia de que los agentes de Policía Nacional y Guardia Civil hubiesen sido previamente informados en torno a la supuesta “peligrosidad” (¿?) de tales personas, resulta evidente que su actuación fue desproporcionada y que deberían exigirse responsabilidades tanto a aquellos agentes que, en casos concretos, hayan incurrido en esos excesos de celo tan pronto sean debidamente identificados, como, por descontado, a sus superiores jerárquicos, principales responsables de sus actuaciones.
En resumen, que el cumplimiento de resoluciones judiciales y de instrucciones de la Fiscalía General del Estado no justifica unas actuaciones policiales que fueron más allá del estricto cumplimiento de su deber y terminaron incurriendo en delitos –presuntos, a la espera de que sean juzgados y declarados como tales en sentencia judicial– de lesiones y daños de diversa consideración, a los cuales podrían quizá sumarse otros como amenazas o intimidación.
Cuestión particularmente compleja es si, como se ha dicho, la actuación de Policía Nacional y Guardia Civil supuso una violación del derecho a la libertad de expresión y el derecho de sufragio, ambos estrechamente relacionados entre sí, habida cuenta de que es difícil concebir una libertad de expresión que no contemple o que limite el derecho al sufragio, y a la inversa, dado que comparten elementos que les son consustanciales. El problema vuelve a ser la dificultad que plantea la participación en un referéndum que había sido convocado sin las garantías más elementales, tales como un censo electoral adecuado. Puede volver a decirse que votar en este referéndum no hubiese servido para nada porque, al ser ilegal e inconstitucional según el criterio del Estado Español, su resultado quedaba invalidado desde el principio. Pero, a fin de cuentas, nada impedía celebrarlo por parte de sus organizadores, tanto si asumían ese riesgo de invalidación como si no, pues su celebración no ofrecía, a priori, riesgo alguno para el orden público o la seguridad ciudadana, y dejando al margen el hecho de que dicha consulta tenga o pueda tener un gran valor simbólico/ sentimental/ reivindicativo o el que se quiera para sus organizadores, y que, como consecuencia de ello, movilice –como movilizó– a un importante sector de la población catalana.
Podemos considerar, bajo cierto punto de vista, que la actuación de Policía Nacional y Guardia Civil podría ser, asimismo, constitutiva de presuntos delitos electorales, tales como los de impedir o dificultar injustificadamente la entrada, salida o permanencia de los electores, candidatos, apoderados, interventores y notarios en los lugares en los que se realicen actos de procedimiento electoral (artículo 146.c) de la Ley Orgánica 5/ 1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General); y de perturbación de actos electorales o penetración en los locales donde se están celebrando portando armas u otros instrumentos susceptibles de ser usados como tales (artículo 147 del mismo cuerpo legal). Pero, claro, estamos hablando de un referéndum, teóricamente, ilegal e inconstitucional, y de penetración en locales ordenada por la autoridad judicial. Habrá que dilucidarlo en cada caso.
Más allá de todos estos tecnicismos legales, y de algunos otros que probablemente surgirán ahora o más adelante, lo que subyace de lo ocurrido ayer en Cataluña es la ignominiosa sensación de vergüenza ante unos hechos que, cada día está más claro, podrían haberse evitado perfectamente por la vía del diálogo. El President de la Generalitat de Catalunya Carles Puigdemont tiene parte de responsabilidad en lo ocurrido, al haber incurrido él y los miembros del Govern catalán en una actitud temeraria, apoyando un referéndum irregularmente convocado y movidos por un exceso de entusiasmo y de confianza en sí mismos ante el convencimiento de que el Estado Español nunca se hubiese atrevido a llevar a cabo una acción represiva de tanta contundencia.
Pero la mayor responsabilidad sigue recayendo, como desde el primer día, en el Presidente del Gobierno Español Mariano Rajoy, máximo responsable de las fuerzas de seguridad del estado, y por tanto la persona que ha dictado las órdenes que han culminado en este desastre, o en su defecto, principal responsable jerárquico del energúmeno que lo haya hecho. Su primer error, grave, consistió en enviar a Policía Nacional y Guardia Civil a Cataluña con la esperanza de sembrar el miedo y la intimidación entre un pueblo que tan solo pretendía votar, aunque fuera en un referéndum nacido cojo y de resultados inseguros. Rajoy ha demostrado arrogancia, insensibilidad y, sobre todo, una profunda ignorancia hacia el carácter, el pensamiento y los sentimientos del pueblo catalán. Un pueblo al que nadie, y menos él, tiene que darle lecciones de democracia: no olvidemos, en palabras de Santiago Carrillo, que Cataluña y Barcelona fueron el último bastión que defendió la democracia contra Franco en la guerra civil.
Salvo que se quiera llegar a la solución de un referéndum pactado, algo que podría haberse hecho mucho antes y sin necesidad, como quizá ocurra ahora, de intentar limpiar de ese modo la sangre por parte de quienes, por acción u omisión, han tenido algo que ver en su derramamiento, ahora mismo no veo un futuro muy halagüeño. La aparente minusvaloración, cuando no abierta indiferencia del Gobierno Español ante lo ocurrido ayer en Cataluña, y el consabido cruce de reproches desde posiciones políticas irreconciliables, no permite albergar esperanzas a corto plazo. Cabe la posibilidad de que la comunidad internacional reaccione y preste a Cataluña apoyos interesantes, pero esa es una opción, ahora mismo, un tanto vaga, habida cuenta la dificultad intrínseca, volvamos a repetir, de que se acepte allende nuestras fronteras el resultado de un referéndum considerado ilegal e inconstitucional dentro del territorio nacional donde se ha celebrado y sin que la aceptación del mismo se vea como una injerencia en la soberanía del Estado Español, por más que, según el Govern catalán, sus resultados hayan sido –a pesar de todo– espectaculares: más de dos millones de votos, un 90% de los cuales a favor del “sí”, que tendrían el mérito indiscutible de haber sido arrancados en medio de empujones, palizas y cargas policiales.
La situación cambió radicalmente de ayer a hoy. Mañana hay convocada en Cataluña una huelga general. La posibilidad de una declaración unilateral de independencia por parte del Govern de la Generalitat se avista en un horizonte muy próximo. Vivimos un momento histórico en el cual todo se mueve de manera muy rápida e inesperada. Esperemos que sea para bien de todos.