No
soy votante del Partido Popular. No soy votante de ninguno de los partidos
políticos que integran Junts Pel Sí. No soy independentista, aunque me
considero más catalán que español. Y, caso de que mañana, 1 de octubre de 2017,
me dejen votar, votaría “no”.
Dicho
esto, que es una opción personal que para nada pretendo que sea compartida, considero
que todo lo ocurrido alrededor del referéndum por la independencia de Cataluña
que se va a intentar celebrar mañana, y que en el momento de escribir estas
líneas todavía está por ver si se va a poder llevar a cabo, es el mayor fracaso
de la política española de estos últimos años.
Vaya
por delante que comprendo, o creo comprender, las razones que esgrimen los dos
grandes bandos políticos enfrentados, por más que no las comparta. El PP y el
gobierno catalán han tenido un largo contencioso cuyas actuales consecuencias
arrancaron con la pertinaz negativa del primero a negociar con el segundo un
trato fiscal diferenciado, y culminaron con el “cepillado” del nuevo Estatut de
Autonomia –en palabras de, miren ustedes por dónde, un
socialista (o así les llamaban), Alfonso Guerra–, aprobado por la mayoría
parlamentaria catalana y refrendado por el pueblo catalán, vía impugnación de
parte de su articulado ante el Tribunal Constitucional. Puedo entender que el gobierno
del PP, presidido por Mariano Rajoy, negara al entonces President de la
Generalitat Artur Mas un trato fiscal diferencial para Cataluña, estando como
estaba el país en los inicios de la durísima crisis económica que, mal que pese,
todavía estamos padeciendo. Lo comprendo (mal momento para hablar de ventajas
fiscales cuando la crisis nos estaba golpeando de lleno), pero no lo comparto.
Siempre existe la posibilidad de hablar, de negociar, de discutir, de llegar a
un acuerdo. Pero no. El PP y el gobierno catalán se enrocaron en sus posiciones
y no alcanzaron pacto alguno.
Tras
una larga cadena de acontecimientos que sería demasiado largo de resumir,
llegamos al día de hoy. El Govern de la Generalitat de Catalunya, presidido por
Carles Puigdemont y formado por las fuerzas de ideología independentista que
suman el Partit Demòcrata Europeu Català –nacido de la antigua Convergència
Democràtica de Catalunya tras su separación de Unió Democràtica de Catalunya–,
Esquerra Republicana y la Candidatura d’Unitat Popular, convoca para mañana, 1
de octubre, un referéndum de autodeterminación donde se pregunta a los
votantes catalanes –5.300.000 personas, de una población total de alrededor de
7 millones– si quieren seguir formando parte del estado español. Convocatoria
que viene refrendada por una serie de leyes del parlamento catalán, si bien
aprobadas “por sorpresa” –y pongamos comillas bien grandes, porque era un
secreto a voces–, tras ser introducidas en el orden del día sin previo aviso.
Toda esa legislación fue recurrida por el Gobierno del Estado Español ante el TC,
quien ordenó de inmediato su suspensión cautelar.
A
día de hoy, la postura del Gobierno Español es la siguiente. España, dice, es un
Estado de Derecho, y el referéndum de autodeterminación convocado en Cataluña
es ilegal, porque no existe en nuestro país legislación que lo regule, e
inconstitucional, porque vulnera el principio constitucional de integridad del
territorio nacional. En consecuencia, y partiendo de esa ilegalidad, el Govern
de la Generalitat incurre en una serie de ilícitos penales relacionados con dicha
convocatoria fuera de la ley, esto es, sedición, prevaricación, desobediencia y
malversación de caudales públicos. Y, de nuevo en consecuencia, dos semanas
antes de la celebración de ese referéndum, el Gobierno Español, a través
de la Fiscalía General del Estado y de las pertinentes denuncias cursadas ante
la autoridad judicial competente, emprende una serie de acciones policiales
refrendadas judicialmente con vistas a evitar el referéndum de mañana,
consistentes en el envío de importantes efectivos de la Guardia Civil y la
Policía Nacional, con órdenes expresas de incautar urnas, papeletas, pasquines
electorales y toda suerte de materiales necesarios para la celebración del
referéndum.
Como
abogado en ejercicio, me veo incapaz de discutir, desde un punto de vista
estrictamente jurídico-legal, las actuaciones del Gobierno Español en Cataluña.
Los registros e incautaciones han sido llevados a cabo por orden judicial; y,
si bien parece ser que no todas esas actuaciones están refrendadas por una
autoridad judicial competente, por lo menos de momento resulta claro que la
mayoría de las mismas sí lo han sido. Tiempo habrá para investigar todas las
actuaciones una por una, y en su caso, para depurar responsabilidades. Pero esto
se dilucidará a posteriori. La cuestión ahora no es esa. La cuestión es que,
por más que guste o no –y a mí, sin ir más lejos, no me gusta en absoluto–, la
actuación de Guardia Civil y Policía Nacional ha sido correcta, repito, desde
la perspectiva jurídico-legal.
El
PP y sus asociados –entre ellos, sobre todo, el partido españolista Ciudadanos–,
no han parado de repetir estos días, como vienen haciendo desde hace mucho
tiempo con todo lo relacionado con el así llamado desafío soberanista catalán,
que España es un Estado de Derecho (cierto), que se rige por el imperio de la
ley (cierto), y que la ley se inspira a su vez en los derechos y principios
fundamentales reconocidos en la Constitución Española (cierto). Es decir, el
Gobierno Español y sus aliados en esta materia –entre ellos, y tristemente, un
Partido Socialista Obrero Español que quién lo ha visto y quién lo ve–, aplican
un argumento positivista, según el cual la Ley, con mayúscula, está por encima
de todo y de todos, e intentar no ya vulnerarla sino tan siquiera interpretarla
en un sentido diferente convierte automáticamente a quien lo haga en una
especie de paria fuera de la sociedad, cuando no en un delincuente. Da pena
oír, como he oído hoy, al secretario general del PSOE Pedro Sánchez diciendo
por televisión que ninguna idea está por encima de la Constitución. Una
afirmación, a mi entender, completamente equivocada, por paradójica: si estamos
de acuerdo en que la CE es la norma fundamental que recoge los derechos y las
libertades de todos los ciudadanos españoles, una idea nunca puede estar ni por
encima ni por debajo de ella, dado que la CE es el marco garantizador de todas
las ideas, y de su libre exposición y defensa. Aunque esa idea sea la
autodeterminación de una parte del territorio nacional.
El
argumento positivista es a veces un arma de doble filo que no puede, ni
debe, interpretarse de manera textual. Cierto es que, al menos en principio,
nadie está por encima de la ley. Pero no lo es menos que la ley, aun siendo la
primera y principal fuente del Derecho –seguida por la costumbre y los
principios generales del Derecho–, no es algo inmutable, como no lo es ninguna
creación humana. La ley es un instrumento para regir el orden político, social
y económico, y como tal, es un instrumento al servicio de los ciudadanos,
entendiendo dentro de ese concepto de ciudadanía las ideas, pensamientos,
sentimientos y evolución de los usos y costumbres de cada momento dentro de
nuestra sociedad. Cuando una ley envejece, o bien se modifica, o bien se
deroga. Y no pasa nada. Porque las leyes, como las personas, no duran para
siempre. Duran lo que duran, sirven para lo que sirven, y cuando termina su uso
como consecuencia de la evolución y cambio de las circunstancias
político-social-económicas de cada momento histórico, las leyes, tal y como han
“nacido” (tras haberlas estudiado/ aprobado/ promulgado), “mueren” (por
derogación total o parcial). Y, vuelvo a repetirlo, no pasa nada.
La
explosión del desafío independentista vino precedida de un debate legal. No era
posible convocar legalmente un referéndum de autodeterminación de un territorio
del estado o, mejor dicho, de una comunidad autónoma como Cataluña porque se
discutía, y sigue discutiéndose, si la Constitución Española prevé o no dicha
posibilidad. Para los defensores de las tesis del Gobierno Español, y siguiendo
la actual jurisprudencia del TC, la CE no solo no contempla ese supuesto, sino
que incluso, interpreta, lo prohíbe expresamente cuando proclama que España es
una nación única e indivisible. Tras dicho debate se encuentra, latente, una
vieja cuestión: la de la existencia de las así llamadas nacionalidades
históricas, concretamente Cataluña y el País Vasco, y su trato particular en
sus relaciones con el Estado Español. Estos días ha vuelto a aflorar una (otra)
vieja idea, la consideración de España como lo que algunos llaman nación de
naciones, o nación de nacionalidades, como afirman otros y, de hecho, tal y
como lo recoge la CE. No han faltado voces negando la existencia de otras
naciones o nacionalidades dentro de la geografía española, pero, como todas las
afirmaciones hechas desde la ignorancia o desde la negación de la Historia, no deben
ser tenidas en cuenta.
El
debate se cerró, prematuramente, negando lo que parecía, a priori, la opción
más directa: modificar la CE, siguiendo los mecanismos previstos en el propio
texto constitucional, a fin de recoger el derecho de autodeterminación de los
pueblos, naciones o nacionalidades que componen España, de cara a poder solicitar más adelante un
referéndum al respecto. A fin de cuentas, el derecho de autodeterminación no
es, ni mucho menos, un invento de la CUP, sino un derecho fundamental que se
encuentra presente desde los inicios mismos de la historia de la humanidad y
que recoge la práctica totalidad de tratados y convenios internacionales sobre
derechos humanos y libertades fundamentales. Y la cuestión sobre la
independencia de Cataluña trae cola desde hace cientos de años: no estamos
hablando de nada nuevo, sino de algo que tiene una fortísima tradición
histórico-cultural, y en absoluto carente de fundamento. Pero la negativa
del Gobierno Español a efectuar esa modificación constitucional, y con ella dar
vía libre a facilitar las aspiraciones independentistas de Cataluña (y, sin
duda, por más que no suela decirse explícitamente, las del País Vasco), fue el
detonante de la crisis política en la que nos encontramos.
En
el momento actual, el PP, el PSOE y Ciudadanos principalmente, mantienen el
argumento positivista según el cual, dicen con insistencia digna de mejor
causa, que nadie está por encima de la ley. Tienen todo el derecho del mundo a
hacerlo, pues en principio dicha afirmación es completamente cierta… aunque no
por ello está libre de matizaciones. Nadie está por encima de la ley y todos
los ciudadanos deben respetarla y acatarla… siempre y cuando no sea injusta.
Esto no lo digo yo, lo dice la práctica totalidad de la jurisprudencia sobre
derechos humanos y libertades fundamentales del mundo entero. Tampoco hay que
olvidar que la ley no equivale necesariamente a justicia, pues una ley puede
ser tanto justa como injusta. De acuerdo con este argumento positivista, para
los detractores del desafío soberanista catalán la ley es justa, y adecuada, y
por tanto se debe cumplir sin rechistar; justo lo contrario de lo que opina el
bloque separatista catalán, que sobre todo imbuido por los posicionamientos de
la CUP, ha acabado adoptando uno de los credos de esta última: la desobediencia
civil. En cualquier caso, es una equivocación total y absoluta creer que la ley,
por el mero hecho de ser ley, es la máxima expresión de la justicia. Basta con
echar un rápido vistazo a la Historia para ver cómo, por ejemplo, las
Revoluciones Americana y Francesa fueron, de hecho, completamente ilegales,
dado que fueron llevadas a cabo contra el Antiguo Régimen, y nadie duda que fue
gracias a esas revueltas por lo que hoy disfrutamos de los derechos y
libertades que tenemos.
No olvidemos tampoco, como bien sabe cualquier estudiante de primero de Derecho (o
debería saberlo), que el argumento positivista fue esgrimido por los abogados
de los nazis durante el juicio de Nüremberg. Los alemanes –decían– se limitaban
a cumplir con las leyes vigentes en su país; y, por más que una de esas leyes
contemplara el Holocausto y la tristemente célebre Solución Final, el imperio
de la ley, y la obligación de acatarla en un Estado de Derecho, les eximía de
todas las atrocidades cometidas. Dicho argumento fue rebatido, entre otros
razonamientos, por la idea de que la ley tiene que ser, siempre, un instrumento
al servicio de todos los ciudadanos, y nunca –como en el caso de los nazis– un
instrumento “legítimo”, o “legitimador”, para cometer bajo su amparo todo tipo
de tropelías. Naturalmente, ha llovido mucho desde las Revoluciones Americana y
Francesa; no tanto desde el nazismo, pero también lo suyo. Y estamos de acuerdo
en que las circunstancias del desafío soberanista catalán son completa y
radicalmente diferentes. No se trata ya de organizar una revuelta armada y
cortar cabezas, ni mucho menos de gasear a seres humanos, sino, pura y
simplemente, de llevar a cabo un referéndum sobre una cuestión, cierto es,
importante.
Teniendo
en cuenta que acontecimientos como las mencionadas revoluciones fueron
ilegales, y el nazismo legal, parece claro que mantener a ultranza el carácter
positivista de la ley es algo, como mínimo, matizable. Pero eso tampoco
significa, ni mucho menos justifica, que la ley pueda saltarse a la torera de
manera caprichosa. Si una ley es imperfecta, injusta o decididamente dañina,
hay que seguir los procedimientos democráticos establecidos para su
modificación, subsanación o supresión, según los casos. Aunque asimismo puedo
comprender hasta cierto punto que el Parlament de Catalunya se saltara
procedimientos parlamentarios en perjuicio de derechos fundamentales de la
oposición, con vistas probablemente a forzar una negociación definitiva sobre la
cuestión con el Estado Español en un futuro inmediato, se trata de una maniobra
que no es aceptable en absoluto. Cualquier jurista sabe perfectamente que el
referéndum de mañana está mal hecho, dicho de nuevo desde un punto de vista estrictamente
jurídico-legal. Dejando aparte sus abundantes defectos formales –ausencia de
censo electoral, etc.–, su planteamiento “desobediente” con respecto a la norma
constitucional vigente en España en materia de referéndums sobre una cuestión
como la autodeterminación de una parte del territorio nacional invalida, de
entrada, el resultado que pueda conseguirse mañana en las urnas. La falta de
solidez legal de la consulta, y todas sus imperfecciones jurídicas, tendrán
como consecuencia un resultado que será invalidado por el Estado Español, y
probablemente, por buena parte de la comunidad internacional. Y lo que es peor,
y mal que pese, esa invalidez será completamente legítima y estará completamente
justificada, al considerarse la mera consecuencia material, pero sin sustancia,
de una convocatoria electoral ilegal y anticonstitucional. Lo mismo ocurrirá
con la teórica declaración unilateral de independencia de Cataluña, por las
mismas razones jurídico-legales.
Ahora
bien, y llegados a este punto, la gran pregunta que cabe hacerse es: ¿había
para tanto?
Miles
de guardias civiles y policías nacionales enviados a Cataluña; furgones,
helicópteros y hasta un vehículo con cañón de agua “simpáticamente” conocido
como El Botijo. Registros. Incautaciones de material para el referéndum. Detenciones.
712 alcaldes catalanes citados a declarar. Tres cruceros llenos de policías nacionales.
Avisos de multas a funcionarios, a alcaldes, a directores de escuelas que van a
ser utilizadas como colegios electorales.
La
creación de un clima de miedo, de tensión, de malestar, de guerra… por un
referéndum.
Hay
más preguntas que hacerse. ¿Realmente era necesario todo este despliegue
policial dos semanas antes del referéndum? El Gobierno Español dice que sí: a
toda la parafernalia argumentativa habitual en torno al Estado de Derecho, la
salvaguarda de la unidad de España, etc., etc., añaden algo que, desde el
punto de vista jurídico-legal, es inapelable: que, desde la perspectiva del
Gobierno Español, la Guardia Civil y la Policía Nacional no hace otra cosa que
perseguir los delitos, recogidos en el Código Penal –sedición,
desobediencia, prevaricación y malversación–, cuya comisión ha facilitado la
convocatoria de un referéndum calificado hasta la saciedad como ilegal e inconstitucional
pero que quizá podría ser considerado en puridad de conceptos más bien como alegal, en cuanto no contemplado ni por
la CE ni por ninguna ley nacional, pero no por ello, ni mucho menos, un ilícito
penal. De hecho, la convocatoria de un referéndum no es un delito dentro del
ordenamiento jurídico español, e insistamos, el derecho de autodeterminación de
los pueblos está reconocido sin el menor género de duda por el ordenamiento
jurídico internacional.
¿No
habría bastado con una severa advertencia por parte del Gobierno Español al
Govern catalán de que, según ellos, el referéndum era ilegal, inconstitucional,
etc., y que su realización comporta la comisión de delitos, y, una vez
consumados en el día de mañana todos esos ilícitos penales, proceder entonces a
la actuación policial? La Generalitat de Catalunya y el pueblo catalán entero harían
el más espantoso de los ridículos, y el Estado Español podría alzarse,
triunfante, el día 2 de octubre. Ni siquiera hubiesen hecho falta tantas
dotaciones de guardias civiles y policías nacionales para detener a los
responsables de esos supuestos delitos el próximo lunes, o si me apuran, el
mismo domingo por la noche. Hubiese bastado con esperar un poco. Puede
argumentarse en contra de esta opinión que la Fiscalía General del Estado y los
jueces no han hecho sino proceder a cumplir con su obligación de perseguir
delitos de manera inmediata, con vistas a evitar que su consumación pudiera producir
daños mayores.
La
siguiente pregunta que salta a la palestra es: ¿qué daños? ¿Qué puede hacer el
resultado de un referéndum, se supone, convocado sin garantías, y en el que,
salga lo que salga, estará completamente deslegitimado y carente de validez alguna?
Desde un punto de vista jurídico-legal, ninguno. Un referéndum convocado así es
tan solo papel mojado. Como también lo es la teórica declaración unilateral de
independencia de Cataluña, prevista para 48 horas después, caso de alcanzarse
una mayoría de esos votos que nadie sabe exactamente cómo se van a recoger ni
quién los va a computar. Nada más nada es igual a nada.
Por
tanto, ¿por qué tanto empeño en impedir un referéndum y una declaración unilateral
de independencia que, dicen, no valen nada?
¿Acaso
no será que, contrariamente a lo que afirma el Gobierno Español, ese referéndum
mal hecho, mal planteado y completamente torpedeado por la actuación policial…
sí que sirve para algo?
Entramos
aquí en un terreno resbaladizo que, a pesar de que dice sustentarse en el
ordenamiento jurídico de España, según el Gobierno Español, y en el
ordenamiento jurídico internacional, según el Govern de la Generalitat, se
encuentra más bien en el territorio cenagoso, inseguro y repleto de intereses
particulares de la política.
Teniendo
en cuenta que es completamente imposible para nadie predecir con total
exactitud qué ocurrirá mañana, parece que ahora mismo el miedo del Gobierno
Español es que una participación masiva y pacífica de la población catalana
pueda servir para darle al referéndum una determinada legitimidad a los ojos de
la comunidad internacional. La forma de tratar de impedirlo sería, como se ha
hecho, mediante una fuerte movilización policial como no se ha visto –mal que
pese– desde los tiempos del franquismo. No menos temeroso debe mostrarse el
Govern catalán ante la presión ejercida por las fuerzas
de seguridad del Estado Español –y también, en contra de lo que quizá les dicta
su fuero más íntimo, por los propios Mossos d’Esquadra, hasta hace poco
los héroes del atentado terrorista del pasado 17 de agosto–; una presión que,
como digo, acabe provocando el fracaso de la consulta, unida a un siempre
incómodo e inoportuno pronóstico de lluvia para mañana mismo. Fracaso que
desembocaría en un adelantamiento de las elecciones autonómicas catalanas, ya
previsto en la legislación suspendida por el TC. En cualquier caso, parece
claro que el conflicto planteado es el mayor fracaso político de la historia
española contemporánea. Y, si bien es justo reconocer el grado de participación
culpable del Govern de la Generalitat, azuzando un “choque de trenes” mediante
una irresponsable maniobra parlamentaria destinada a legitimar un referéndum
que no ha sido lo suficientemente trabajado, no cabe la menor duda de que la
mayor parte de la responsabilidad de lo que pueda ocurrir mañana en Cataluña
recae principalmente en un Gobierno Español que, aparentemente incapaz de
manejar esta situación, o quizá arrogantemente pagado de sí mismo, ha preferido
dejar su trabajo, hacer política, en manos de personas –jueces y fuerzas de
seguridad estatales y autonómicas–, que tan solo se limitan a hacer el suyo.
Queda,
pues, en manos de los políticos que este fracaso total y absoluto, y que tan
solo les compete a ellos, no derive a partir de mañana en un completo desastre
para la ciudadanía. Esperémoslo.
Impresionante visión que me a encantado leer, "también he leído el post el mayor desastre" llevo desde el domingo queriendo expresarme sin capacidad de hacerlo porque estoy triste por lo que esta pasando. Soy de San Sebastián no nacionalista ni independentista, he vivido un tiempo en Barcelona, me he formado como Coach y conocí el amor también en esa ciudad a la que quiero. Estaba en Barcelona en los trágicos atentados y compartí con ellos emocionado su dolor y su emblema NO TINC POR. Lo triste es que lo que no consiguieron los terroristas lo están consiguiendo los políticos, estoy empezando a tener miedo por como puedan degenerar los acontecimientos en Cataluña.
ResponderEliminarLeerte me a aportado cierto deshago, es una maravilla que envidio la claridad y conocimiento que tienes y lo bien que te expresas. Gracias !!!