17
de agosto de 2017. Atentado terrorista en la Rambla de Barcelona y en el Paseo
Marítimo de Cambrils, con un balance, por ahora, de 16 víctimas mortales y más
de cien heridos de diversa consideración.
En
los momentos inmediatamente posteriores a la tragedia, y en días sucesivos,
presenciamos grandes gestos espontáneos de la ciudadanía, triunfadora moral de
tan luctuosa jornada. Personas que rápidamente acuden a ayudar, acompañar o al
menos consolar a los heridos mientras llega la asistencia sanitaria. Gente que,
al día siguiente del atentado, disuelve una manifestación neonazi y antimusulmana
en pleno centro de Barcelona. Días más tarde, el padre de un niño de 3 años,
asesinado en el atentado de la Rambla, se funde en un abrazo con un imán. Todo
es susceptible de matizaciones, por descontado: en la disolución de la
manifestación neonazi también participaron las fuerzas de seguridad; y los
medios de información recogieron con sus cámaras el abrazo entre el padre del
pequeño asesinado y el imán deseoso de demostrar, por enésima vez, que islam no
es violencia, porque esa conmovedora imagen sin duda alguna “vende”. Pero esas
manchas de gris no consiguen emborronar la grandeza inherente, la verdad
absoluta, de esos gestos.
Y,
mientras tanto, la clase política, las fuerzas del orden y las administraciones
públicas, estatales, autonómicas y locales, ¿qué hacen? Un bombardeo continuo
de acusaciones cruzadas. Según la Policía Nacional y la Guardia Civil, los
Mossos d’Esquadra acapararon la mayoría de las actuaciones para dar una imagen
de fuerza de seguridad autosuficiente de cara a la hipotética constitución de
la República Catalana que podría surgir, caso de darse un resultado electoral positivo,
en el controvertido referéndum convocado por el gobierno catalán para el
próximo 1 de octubre. Según los Mossos, el gobierno central de España les
ocultó, o sencillamente pasó por alto, información vital sobre la cédula terrorista
responsable de los atentados del 17-A que se estaba “cociendo” en Cataluña. Además,
los Mossos se quejan de que no tienen acceso a Europol. Según el gobierno
central, sí que lo tienen, pero no un acceso directo, sino a través de un
organismo intermedio.
La
cosa no acaba ahí. Es más, apenas es el principio, un mero “calentamiento de
motores”. Se discute si la estratégica colocación de bolardos y maceteros
hubiese podido impedir o al menos dificultar los atentados de Barcelona y
Cambrils, perpetrados usando furgonetas para atropellar indiscriminadamente a
las víctimas. Que sí, que hay que poner bolardos y maceteros en todas las
ciudades de España, y así eso no ocurrirá, u ocurrirá menos. Que no, que unos
obstáculos para vehículos no son la solución al problema, que los terroristas
ya se las ingeniarán para inventarse nuevos métodos para asesinar.
El 26 de agosto se convoca en Barcelona una manifestación de apoyo a las víctimas
de los atentados y de rechazo al terrorismo. Días antes se insinúa que porqué
no se convocan manifestaciones en Madrid o en el resto de España. Que no, si el
atentado ha pasado allí, es allí donde deben manifestarse, y quien quiera
sumarse a la marcha ya lo hará. La CUP anuncia que no piensa asistir a la
manifestación porque entre quienes la encabezarán se hallarán el rey Felipe VI
y el presidente del gobierno central Mariano Rajoy. Luego que no, que la CUP
asistirá, pero colocándose a una distancia prudencial del rey y del presidente
del gobierno español.
Llega
el día de la manifestación, que se desarrolla con notable normalidad. Pero el
temporal de la controversia no amaina. Dejando de lado la extraordinaria
lección de comportamiento y actitud constructiva de la ciudadanía, las fuerzas
políticas no se dan por aludidas y arremeten, desde todos los puntos de vista,
contra determinados aspectos de la manifestación. La presencia de banderas
“estelades” consideradas fuera de lugar. Silbidos y abucheos al rey y al
presidente del gobierno central. Discusiones sobre cómo deben hacerse las
manifestaciones, la pertinencia o inoportunidad de esos silbidos y abucheos, qué
era lo importante en ese momento y qué no, la interferencia del debate
secesionista catalán en medio de un acto de respeto a las víctimas. El eterno conflicto,
lejos aún de haber concluido, sobre la libertad de expresión y de pensamiento.
Más
recientemente, salta a la palestra que una fuente de información norteamericana
–según algunos, la CIA– había avisado al gobierno de la Generalitat de la
elevada posibilidad de un atentado terrorista en Barcelona. Advertencia que los
responsables de Interior del gobierno autonómico descartaron, por poco fiable,
tal y como luego hizo el gobierno central, por las mismas razones.
Supongamos
que somos terroristas islámicos. Vemos la televisión, la Internet, la prensa.
¿Y qué vemos? Un país sumido en una perpetua polémica, derivada del daño que
les hemos hecho. Un país que asegura no tener miedo (“¡No tinc por!”), pero
donde se habla de reforzar las medidas de seguridad: la posibilidad de elevar
la alerta antiterrorista de nivel 4 a alerta 5, el grado máximo, ha estado
presente en todos los debates. Un país donde se quieren colocar bolardos y
maceteros donde antes no los había. Donde, hasta no hace mucho, se miraba con
recelo a sus policías, a sus guardias civiles, a sus Mossos, y ahora se les
aplaude y vitorea como a héroes, y se decora sus furgones con flores. Donde las
fuerzas de orden no hacen más que intercambiarse reproches en nombre de la “estrecha
colaboración”.
Como
terroristas islámicos, sonreímos, satisfechos. Miramos al cielo. Hemos dado en
el clavo. Hemos metido el dedo en la llaga. El sacrificio de nuestros hermanos
ha valido la pena. Hemos pillado desprevenida a una nación europea. Hemos
golpeado con fiereza en el corazón de la ciudad más turística de España. Hemos
derramado su sangre y sus lágrimas. Y lo mejor no es eso. Lo mejor es que les
hemos dividido mucho más de lo que estaban. Sus cuerpos de policía se miran con
recelo. Sus políticos están más enfrentados que nunca. Sus cuitas no hacen sino
alimentar nuestra campaña de terror. Les hemos causado un daño irreparable y no
parecen haberse dado cuenta de ello. Les hemos destrozado su autoestima, su
confianza, su seguridad, sus valores. Y sus líderes, que deberían infundirles
ánimos, arroparles, protegerles, sanarles, consolarles, se han convertido con
su indecisión, con su dejadez, con su mediocridad, con su egoísmo, en nuestra
mejor arma. Hemos ganado. ¡Alá es grande!
Los terroristas han
ganado este combate. No les dejemos ganar la guerra.