[NOTA
PREVIA: ARTÍCULO DE TERESA PÉREZ
ORIGINALMENTE PUBLICADO EN “EL PERIÓDICO DE CATALUNYA” EL 21.03.2017. Foto: Arde Mississippi (Mississippi Burning, 1988), de Alan Parker.] Es invisible, sutil y solo perceptible
por las personas que lo sufren. Son miradas, insultos de un vecino, negar la
asistencia sanitaria o comprobar que, cuando te acercas a una persona, sujeta
con fuerza el bolso. Es el racismo de andar por casa, el cotidiano, la gota que
te ahoga hasta provocar un hartazgo que acaba, en el mejor de los casos, en el
juzgado y, si no, silenciado. Este es el racismo invisible, el que SOS Racisme
quiere sacar a la luz con más intensidad este martes, con motivo del Día
Internacional para la Erradicación de la Discriminación Racista.
El 59% de las discriminaciones se producen en
el ámbito de la vida cotidiana, según constata en el informe del 2016 de esta
ONG sobre la situación en Catalunya y que acaba de ver la luz. Alba Cuevas,
directora de la entidad, afirma que los casos incluidos en el estudio «son solo la punta del iceberg». A estos
hechos cotidianos «no se le otorga suficiente entidad pese a su gravedad, ya
que afectan de manera brutal al día a día de las personas», concluye Cuevas.
Esta tipología se ha incrementado y también se
ha diversificado. Son agresiones y discriminaciones entre particulares (16%),
marginación para acceder a servicios privados (15%), para disfrutar de los
derechos sociales (14%) y discriminación laboral (14%). Estos apartados tienen
en común el hecho de ser una exclusión que «no
está socialmente reconocida. Un racismo que hace falta enseñar para que no se
normalice», explica Alicia Rodríguez, coordinadora del servicio de atención
y denuncia de SOS Racisme.
La discriminación entre particulares la
experimentó en su piel la chilena Ximena Montesinos (Santiago de Chile, 1977).
Los hechos sucedieron en Sant Cugat, donde reside desde hace 14 años. Se
acuerda hasta de la hora del día y, cuando explica lo sucedido, se nota que aún
le produce desazón. El protagonista fue su perro. Se le escapó cuando lo
paseaba por una zona para canes. Cuando le dio alcance ya lo tenía agarrado un
vecino que vivía dos calles más arriba de su casa. Y empezaron a lloverle los
insultos. «Me gritó: Coge tu puto perro y
vete a tu puto país porque solo traéis enfermedades. Empecé a temblar»,
recuerda Ximena.
Las injurias continuaron más tarde. «Él iba en su coche, lo paró en medio de la
calle y siguió insistiendo en que me fuera a mi país con mi puta familia. Hasta
se metió con mi corte de pelo porque parecía una lesbiana», cuenta la
víctima. En ese momento le acompañaba su hijo mayor, que salió en defensa de la
madre, y propinó un puñetazo al provocador.
Ximena denunció los hechos. El vecino fue
absuelto. Ella lo atribuye a que se juzgaron por separado las ofensas y el
puñetazo. «Debía haber sido una sola
causa porque el golpe fue consecuencia de los insultos», argumenta. Y añade:
«El dolor de un puñetazo se pasa, pero
las cicatrices que causa un insulto cuestan más de curar». Hace tiempo que
Ximena no pasaba por delante de la casa del agresor, pese a que tenía que dar
un rodeo para llegar a su domicilio, pero eso no le importaba. «No quería verlo. Me daba miedo. El domingo
pasé y noté cómo el corazón me palpitaba», dice, y concluye tajante «estas discriminaciones no se deben dejar
pasar. Debemos denunciar».
La petición de Ximena no es baladí. La mayoría
de las personas que visita la sede de SOS Racisme no quiere trasladar su queja
al juzgado. El año pasado, el 34% de las personas que acudieron al Servicio de
Atención y Denuncia (SAiD) de la oenegé no denunciaron la exclusión racista que
padecieron. Esto se debe, según Alicia Rodríguez, a la «desconfianza en el sistema jurídico o en las instituciones y por la
normalización de la situación discriminatoria».
La reforma del Código Penal en el 2015 despenalizó los insultos
e injurias y «dejó desprotegida a la
víctima, que ve vulnerada su dignidad y no tiene ningún recurso para repararla,
ni siquiera en las comisarías, porque ya no recogen estas situaciones. Estos
hechos dañan la convivencia y la cohesión», reconoce Cuevas.
El 14% de los casos de racismo en la vida
cotidiana son por discriminación en el acceso a los derechos sociales. Carolina
Bastardo (Maracay, Venezuela, 1985) alza la voz contra estos desatinos. Su caso
es uno de los 78 que documentó la oenegé durante el año pasado en Catalunya por
discriminación sanitaria. Esta joven mamá llegó en noviembre a Barcelona con su
hija de año y medio en brazos. Ya estaba empadronada, tenía concedido el asilo,
pero no tenía aún la tarjeta sanitaria cuando su pequeña Chelsy se puso enferma
y la llevó a un CAP del Eixample.
Para visitarla, en recepción le exigieron 90 euros.
«Conté céntimo a céntimo y solo reuní 87.
Me faltaban 3. Le dije a la recepcionista que no llegaba y me contestó que sin
pagar no me atendían. Una señora me dio 2 euros, pero me seguía faltando 1 y me
comprometí a abonarlo al día siguiente», narra Carolina que ante la
insistencia en cobrarle preguntó a la recepcionista: «¿El ambulatorio es tuyo o qué?».
Entre una cosa y otra tardaron hora y media en
visitar a la niña. «Me sentí fatal,
humillada», describe lo que sufrió aquella tarde. Presentó una reclamación
e incluso la citaron en la Conselleria de Salut para que explicara su versión
de los hechos. Al final le devolvieron el dinero. «No se dan cuenta de que cuando uno llega de su país intenta pasar
desapercibido, no quiere problemas porque lo que desea es quedarse en ese lugar»,
concluye.
En este cajón de sastre donde navegan los
derechos sociales se atisban además de la privación a la sanidad pública, temas
como la educación o la vivienda. Después de la sanidad, los casos más numerosos
son en el ámbito de la enseñanza. Las quejas son porque se recurre a ejemplos
humillantes para ilustrar un tema. Rodríguez explica cómo una universidad
catalana tachaba a los extranjeros de criminales, o en un cuento de El gegant del Pi, el hombretón batallaba
contra los moros. Y relata la situación que vivió una alumna de bachillerato
porque le exigían que renunciara al velo para entrar en clase. Al final, ganó
la partida.
Zak Driouech (Barcelona, 1997) pertenece a una
familia de origen marroquí, igual que las de sus compañeros Mohamed Nakache,
Imaad Melli y Munir Cuyas. La única diferencia es que él ha nacido aquí. Los
cuatro tienen el canal de YouTube La
familia TV, un púlpito desde donde denuncian «los prejuicios» que tiene la gente sobre ellos y que, además, «van en aumento», denuncia Zak. Uno de
los vídeos, Abraza a un musulmán, lo
rodaron tras los atentados de París.
La discriminación la viven todos ellos día sí y
día también y por cualquier motivo. «Ya
estamos hartos y tan acostumbrados. Es siempre lo mismo», se lamentan. El
grupo narra el racismo desde la otra orilla, la de los sufridores, la de los
que tienen grabada en la piel las injusticias que se producen por unos
determinados rasgos físicos. Y han llamado a la puerta de SOS Racisme Catalunya
para realizar otros experimentos sociales.
Son miradas «que lo dicen todo», afirma Zak. Es también la
desconfianza cuando se acercan a la gente en el metro y sujeta o cierra el
bolso porque «se creen que se lo voy a
robar por ser moro», apunta Munir, y cómo el color de la piel es una
barrera invisible e insalvable que provoca que, cuando cogen un asiento en un
transporte público, las dos o tres plazas más próximas se quedan vacías.
Pese a estas gotas malayas que caen a diario,
Mohamed reconoce que la discriminación la vive con mayor intensidad cuando
acompaña a su madre o a cualquier persona que lleve pañuelo en la cabeza. «La gente mira con desprecio e incluso llegan
a decir: Debe de ser una desgracia llevar puesto el pañuelo», afirma el
joven. La situación llegó a tal extremo que incluso, un desconocido le propinó
una patada a su madre en la parada de metro de Plaza España y, mientras huía,
le chilló: «Mora de mierda». El dolor
por los agravios es mucho más hiriente cuando hace diana en tus seres más
queridos.
Munir explica su percepción. «Nos tachan de ladrones y de terroristas», dice. Así los consideran y así los tratan. De hecho, la policía le suele parar un par de veces al día y, cuando les pregunta el motivo, siempre le responden la misma cantinela: «Te pareces a una persona que estamos buscando». «Yo pienso que me paran porque soy moro», explica.
Munir explica su percepción. «Nos tachan de ladrones y de terroristas», dice. Así los consideran y así los tratan. De hecho, la policía le suele parar un par de veces al día y, cuando les pregunta el motivo, siempre le responden la misma cantinela: «Te pareces a una persona que estamos buscando». «Yo pienso que me paran porque soy moro», explica.
Zak, estudiante de Gestión Administrativa,
apunta que racismo y terrorismo van de la mano y que la discriminación se hace
más patente cada vez que hay un atentado terrorista. «Cada vez culpan más a los inmigrantes. El terrorismo y la crisis
económica les han servido de motivo. Por eso, el racismo va a más», añade.
Zak lamenta que a la gente le molesta que alguien de otra raza se comporte de
forma solidaria y responsable. «Lo
demuestran más cuando ven que eres buena persona. Yo, cuando marco el billete del tren o dejo el asiento para que lo ocupe
otra persona que lo necesita, siempre oigo comentarios del tipo: ¡Ostras, le ha
dejado el asiento!».
Imaad, pese a que vivía habitualmente
situaciones de este tipo u otras situaciones racistas, en ningún momento les
prestó demasiada atención o no les dio más importancia hasta que llegó el día D
y le golpeó de lleno. «Conocí a una
persona y me vi alejado de ella por los comentarios de la gente», afirma.
Frases como todos los marroquís son malos,
son de mente muy cerrada o son traficantes, lo crucificaron. Y
recuerda que en este mundo hay de todo, pero que lo que no se puede permitir
son los prejuicios y las generalizaciones.
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